Era una sobria dama de la sociedad porteña de los años
cuarenta, jamás había sentido la sensación de vida en la piel, escondía su
recato debajo del corsé, de raso rosado, olía a extracto francés y el rubí de
sus aros iluminaba su rostro virginal.
Con temor y sin rumbo caminaba las calles del barrio de San
Telmo, como escapando a su monótona existencia.
De pronto oyó pasos detrás de ella, y sin darse vuelta se
detuvo, su temor fue percibido por aquella persona que a su lado estaba.
Tímidamente los miró a los ojos, quiso desaparecer, en el
momento en que caía la tarde y asomaba la primera estrella en el horizonte.
Juntos, en silencio, caminaron hasta cualquier parte, nunca
supo porqué se quedó con él contándole hasta el amanecer.
Prometió volver, su barco partió. Oriente era su destino.
Durante meses nada supo de aquel misterioso hombre.
Inmersa en su fantasía, tubo una sensación de engaño, su
limitada experiencia no le permitía darse cuenta que estaba sucediendo.
Un día recibió una carta, él le confesaba su amor, sin
dudarlo preparó su valija y se embarcó, una fría mañana de junio.
Treinta días navegó el Mediterráneo, las gaviotas anunciaban
su llegada a las islas del Egeo.
Corrió buscando a su hombre entre tanta gente, pero la
angustia se apoderó de ella cuando comprendió que no había ido a su encuentro.
Dolor, dudas, incertidumbre.
Se alojó en un precario hotel de la isla, quiso descansar,
estaba aturdida, al día siguiente lo buscaría quien sabe por donde.
Pasaron días, semanas sin saber de él, alguien le contó que
había muerto en un naufragio. Era profunda su angustia, grito al mar su nombre,
pero fue en vano. Él ya no volvería.
Estaba vencida, su dinero era escaso, tuvo que prostituirse.
Aquella mujer, a la que apenas, alguna vez besaron.